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Ana comparte en este «Testigos de la esperanza» no solo su conversión, sino su felicidad, y esto a pesar de que le acompaña el sufrimiento de una enfermedad incurable. Pertenece al Camino Neocatecumenal y desde muy pequeña la fe era parte de su vida. El Señor empezó la purificación de su corazón a los dieciséis años. Enferma a partir de esa edad, los médicos no descubrían el mal que estaba acabando con la salud de Ana. En medio de tanto dolor, Ana empezó a dudar de la bondad de Dios. Llegó a pensar que su vida no tenía sentido y entró en una depresión profunda. Una experiencia le permitió volver a creer en la Palabra de Dios, la puso en práctica y el Señor poco a poco fue convirtiendo su vida. Ahora da muchas gracias a Dios y no teme morir, porque el paso de esta vida a la otra es para estar eternamente con Aquel que nos ama de verdad.

 

 

Él fue quien guió al pueblo elegido después de Moisés y, junto con Calé, lo hizo entrar en la Tierra Prometida. Nació en Egipto durante la esclavitud de los hebreos, alrededor de 20 años antes del Éxodo. La gran confianza que Josué tenía en Dios, le hizo clamar contra la infidelidad y perfidia de los otros. De su santidad da testimonio la Sagrada Escritura que dice de él que "fue hombre de espíritu, que siempre anduvo en pos del Omnipotente, y en los días de Moisés mostró piedad y no se apartaba del Tabernáculo". Josué murió de ciento diez años y fue sepultado en la ciudad de Tamnasaret. El Martirologio Romano lo menciona así: San Josué, hijo de Nun, siervo del Señor.

 

 

Nació en Lérida en 1204. El apodo de nonato se explica porque Ramón fue sacado del seno materno cuando su madre ya estaba muerta. Tuvo una tierna devoción a la Virgen e ingresó joven en la Orden de la Merced, dedicada a la redención de cautivos. Fue designado para ir a África a redimir cautivos, por lo que pudo fortalecerles en la fe y consolarles. Cuando faltó la limosna para la redimir cautivos, él se quedó de rehén. Su predicación era tan efectiva con moros y judíos, que lo apalearon, lo encarcelaron y le cerraron los labios con un candado. Cuando en agosto de 1240 se dirigía a Roma, llamado por el Papa, le asaltó la muerte. Como no había quien pudiera administrarle el viático, el mismo Jesús se le dio en comunión.

 

 

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